La pasión según Tito Suárez Pérez
por Manuel Zabal L.
En un lugar recóndito de los jardincillos del Padre Feijoo hay una puerta abierta cuando la tarde se cierra en nuestra ciudad. El pequeño salón acoge la presentación de la poesía reunida de Tito Suárez, joven y maduro a un tiempo, profesor de Ciencias Religiosas en nuestra ciudad. La mesa de oradores mira a un auditorio de público mayoritariamente joven, además de algunos familiares, amigos, lectores, profesores e interesados que acuden a la llamada de la obra El tiempo y la carne. En la esquina de la mesa hay un par de docenas de ejemplares de esta nueva entrega de Gravitaciones, Gijón, 2021, tan pulcra y cuidada como la de Eurisaces Editora, Ourense, 2012.
Desde la puerta abierta llega un leve rumor. Afuera triunfa la iluminación callejera, las terrazas reanimadas, los comercios fluorescentes, el paseo transitado, efervescente, los ciudadanos en pacífica procesión. Por obra y gracia de la voz del editor centramos la atención en la creación del libro, la disposición, la temática central. Toma la palabra el Doctor en Letras Ramón Cao, que centra la materia. La lectura, dice, es una «conversación con los libros». Comenta la «vibración» del poemario, su fragmentación, la ligereza de la expresión...
En los pequeños respiros se aquieta el escenario donde estamos: el retrato del Papa Francisco parece conversar con un emblema religioso, tal vez la Sagrada Familia, con el Cristo sugerido en una estilización de la Cruz.
El profesor ha comentado la temática central: la conciencia del tiempo —cómo se desarrolla la impresión de una muerte aplazada, la pervivencia posible, anhelada de la carne, su fragilidad...—. Sigue un comentario sobre el amor personal, los afectos, el eros, el diálogo «infancia-juventud», los lugares representados (Teruel, Nájera, Venecia…), la presencia del mundo actual y sus conflictos. Dos referentes podrían aflorar de alguna manera en la obra: la sombra del pensador José Ortega y Gasset y el poemario del poeta Neruda, sus Odas, para «salvar un momento de la realidad». Todo ello pese a la modestia autorial del escritor, su sobriedad, vertida en versos, en cuentecillos, en fin, en los géneros más variados que, por otra parte, se ofrecen a la prensa diaria para el lector común. De ahí la expresión en una lengua precisa, clara, aunque iluminada por imágenes que surgen desde el surrealismo, el expresionismo, el lenguaje vivo.
Toma la palabra el escritor: «El fondo de mi obra, ese suspender un momento temporal para salvarlo del instante, sería un canto de esperanza; y la fuente, el amor que se quiere perdurable, el modo de eternidad». Sigue un momento de silencio. El poeta se ha conmovido, tal vez impresionado por los presentes que lo acompañan, gente «a la que quiero», dice después. Reanudado el coloquio, surge la palabra no nombrada, el espíritu que dimanaba del escenario: la fe. El escritor medita: «Tengo que pensar… La fe —dice— como lucha, como duda, como presencia de fondo».
Hay un respiro general, los oradores van eligiendo y leen con buena expresión un verso, una frase, un pensamiento que, a veces, viene seguido de un comentario breve. El libro ha cobrado vida, el público hace alguna puntualización, se está cerrando el acto, estamos a punto de volver a la calle iluminada, vibrante.
El joven y maduro escritor saluda al auditorio con palabras de afecto; no hay protocolo ni más circunloquio; solo la evidencia de un abrazo íntimo entre la calidad humana del autor, una obra que bien puede nombrarse como «hallazgo afortunado», y el entendimiento agradecido del oyente. Vamos saliendo y una nueva figura se me representa: esa liberación existencial, esa honda preocupación humanística que se expresa en la persona y obra de Tito Suárez, y que me trae una interrogación trascendente: acabo de presenciar un ensayo inesperado y gozoso que nuestro país ha luchado por culminar tras dos milenios de cristianismo. Una vida amorosa, familiar, tal vez una fe que lucha por sostenerse en una obra plenamente humanizada, quién sabe si deslindada de los dogmas que han traído conflictos personales, guerras sin cuento, conciencias partidas que la Iglesia conoce bien.
Esta idea bien intencionada tal vez esté encarnada en el autor. Tal vez Tito Suárez está acogido a la sombra buena de nuestros grandes maestros en esa lucha. Esos eran los tormentos de Unamuno, esas eran las esperanzas del maestro Machado: «Converso con el hombre que siempre va conmigo / —quien habla solo espera hablar a Dios un día—; / mi soliloquio es plática con ese buen amigo / que me enseñó el secreto de la filantropía».