Éramos río es la narración cercana y sentida de siete días clave en la vida de un muchacho durante el verano de 1950. Si bien no es un relato estrictamente autobiográfico, muchos elementos narrativos refieren a Grado, villa asturiana donde el autor creció en esta misma época.

El misterio del paso a la edad adulta ilumina esta novela de formación (Bildungsroman), donde un niño descubre el amor y la culpa, marca su identidad en la selva de los demás niños y poco a poco traspasa las lindes de la infancia. He aquí la belleza de esta inolvidable semana de verano: el fin de lo ya conocido junto al temor y la fascinación por lo que ha de venir. 

En su alcoba en penumbra, Pedrín dormía ahora sin pesadillas. Los estrepitosos rodillos habían dejado de girar. La contradicción fundamental parecía haberse resuelto en un holograma divino, que nadie, y menos un niño fantasioso, sería capaz de resolver; pues esa forma adviene a través del sueño y deja tras de sí un aroma como a miel silvestre, a ropa blanca recogida en arcones bajo cuyo influjo el olor de la catástrofe se va disipando. Como si la divinidad solo se manifestase en la renuncia al ego, que es obra de Lucifer. Como si la voz retumbase en oídos sordos y la zarza ardiente solo brillase para niños dormidos, con sus ojos cerrados pero abiertos en la inocencia del sueño.